Política del lenguaje y geopolítica:
España, la RAE y la población latina de
Estados Unidos (1)
José del Valle
«Si España se consigue colocar como
referente de identidad o como proveedor de señas de identidad culturales con
respecto a la comunidad hispanohablante de Estados Unidos, estaremos en una
inmejorable situación para mejorar nuestras posiciones en aquel país.»
ÓSCAR BERDUGO, presidente de Eduespaña,
en el II Congreso Internacional de la Lengua Española (2001).
«Compartimos raíces culturales comunes
[con la población hispana de Estados Unidos], que constituyen la base de
nuestra identidad. Hablo de una identidad que supera las fronteras, de una
comunidad transnacional con un impresionante legado histórico: artístico,
lingüístico y cultural.»
FElIPE DE BORBÓN, príncipe de Asturias,
ante el CongressionalHispanic Caucus Institute en Washington, D.C., en octubre
del 2006.
«Nuestra Academia, con sede en Nueva
York, se encuentra en el ojo del huracán»,
GERARDO PIÑA ROSALES, director de la
Academia Norteamericana de la Lengua Española, tras su elección en enero del
2008.
1. Introducción
En el tránsito por la historia de los
Estados Unidos de América, lengua y política han estado siempre estrechamente
enmarañadas (¿habrá algún país en el que no lo estén?). Ya a mediados del siglo
XVIII, Benjamin Franklin se mostraba ansioso ante la ubicuidad del alemán en
las calles de Filadelfia y se refería con desdén casi histriónico a sus
hablantes: «Los alemanes que aquí llegan en general proceden de los sectores
más estúpidos e ignorantes de su nación […] Y como pocos ingleses saben alemán
y no pueden dirigirse a ellos desde el púlpito o la prensa, es casi imposible
librarlos de los prejuicios que traen […] Pronto nos superarán en número hasta
tal punto que, en mi opinión, todas las ventajas de que gozamos de nada
servirán para mantener nuestra lengua. Incluso nuestro gobierno se debilitará»
(Crawford, 1992: 19). (2) Eran estas palabras, escritas en 1753, indicio
temprano de lo que habría de ser una preocupación recurrente a lo largo de la
historia del país que, en aquellas colonias, nacería pocos años después: la
permanente tensión entre el dinamismo introducido por los diversos grupos
migratorios y las dislocaciones del orden cultural y lingüístico anglosajón
causadas por la incorporación de aquellos a la sociedad norteamericana (3). Es
bien sabido que, de las múltiples olas de inmigrantes que ha habido a lo largo
de la historia del país, en la última han predominado, y con diferencia, los
hispanohablantes. Y, como cabría esperar, los temores de siempre por la
integridad cultural, lingüística y política del país han vuelto a salir a la
superficie. Así lo demuestra, por ejemplo, la intensa actividad de
instituciones tales como la U. S. English Foundation, creada en 1983, «el grupo
de acción ciudadana más numeroso y antiguo del país dedicado a preservar el
papel unificador de la lengua inglesa en los Estados Unidos(4)», o las
múltiples iniciativas que a lo largo y ancho del país han propuesto (en muchos
casos con éxito) la eliminación de los programas de educación bilingüe. En el
pasado reciente, una de las más intensas polémicas sobre el asunto estalló tras
la publicación en 2004 de un libro titulado Who Are We?
TheChallengestoAmericas'sNationalIdentity (5). El autor, el catedrático de la
Universidad de Harvard Samuel Huntington, predice la hispanización de los
Estados Unidos, señala que el mantenimiento del español (6), obstaculizará la
asimilación de los inmigrantes mexicanos al proyecto nacional y anticipa que,
leales al país de origen, estos se convertirán en agentes de la transformación
de la cultura del país receptor.
El 29 de noviembre del 2007,
el PewHispanic Center (7) publicaba un detallado informe sobre el uso del
inglés entre la población hispana o latina (8). Los resultados dinamitaban la
base de la teoría avanzada por Huntington: el 23 % de los inmigrantes (la
llamada primera generación) dicen hablar inglés muy bien; de los nacidos en los
Estados Unidos de padres inmigrantes (la segunda generación) responden en el
mismo sentido el 88 %; y llegando a la tercera generación el porcentaje sube al
94 %. Estas cifras no dicen nada, desde luego, sobre el nivel de mantenimiento
del español. Sabemos que, en el año 2000, según los datos del censo, la
población hispana rondaba los 35000000 (un 12,5 % del total) y que en Estados
Unidos hay más de 28000000 de personas que hablan español en casa (9). En
general, los estudios sobre el nivel de mantenimiento del español confirman la
bien conocida regla de las tres generaciones: los nietos de emigrantes poseen un
conocimiento escaso o nulo de la lengua de sus abuelos. De mantenerse este
patrón, la presencia del español en Estados Unidos como lengua inicial
dependerá de modo fundamental de la presencia de inmigrantes de primera
generación. Es cierto que en las últimas décadas se han producido
transformaciones significativas en las redes de interacción social en las que
se mueven los inmigrantes y sus descendientes y bien pudiera ser que las
mayores facilidades para mantenerse en contacto con el país de origen, así como
la extensión de los medios de comunicación en español alteraran la vieja
dinámica de la sustitución lingüística total en las tres generaciones. Este es,
sin embargo, un tema sobre el que no se deben aventurar conclusiones sin antes
realizar las investigaciones necesarias. Otro factor que podría alterar esa
dinámica es la adopción por parte de las autoridades locales, estatales y
federales de políticas lingüísticas que promocionen la transmisión
intergeneracional de las múltiples lenguas habladas en el país y que ofrezcan
el soporte institucional necesario para su mantenimiento. Las condiciones
políticas presentes (incluso tras la llegada a la presidencia del demócrata
Barack Obama) no animan a ser optimista: el discurso dominante entre la clase
política y en la prensa es decididamente asimilacionista. Con todo, hacer
predicciones tajantes en relación con este asunto resulta a todas luces
imprudente.
El hecho es que el fenómeno
demográfico que supone el espectacular crecimiento de la población latina de los
Estados Unidos (con obvias ramificaciones no sólo lingüísticas sino también
culturales, económicas y políticas aún escasamente comprendidas) ha despertado
un inusitado interés en los países hispanohablantes y muy especialmente en
España (10). Un entusiasmo que sólo se podría calificar de triunfalista parece
haberse adueñado de ciertos sectores de la opinión pública española o, mejor
dicho, de ciertos actores sociales con capacidad para generar opinión. Ya hace
más de una década El País ofrecía un sorprendente titular: «40 millones de
hispanos forzarán a EE.UU. a apoyar la educación bilingüe» (Bayón, 12/02/1997:
en línea). Y unos años después, Juan Cruz, en las páginas del mismo diario,
afirmaba «Porque ellos creyeron que el inglés sería la lengua avasalladora y ya
les esta saliendo el tiro por la culata. ¿De veras? Hay datos, dicen, que
llevan al optimismo sobre la lejana pero posible equiparación de las lenguas»
(Juan Cruz, 06/05/2000: en línea). Afirmaciones como estas han seguido
apareciendo apoyadas con frecuencia en datos bien conocidos que subrayan la
cantidad de latinos que forman parte de la población estadounidense, las
perspectivas de crecimiento y la popularidad del español como lengua
extranjera.
El objeto de este ensayo es
precisamente situar en un contexto geopolítico preciso no sólo las efusivas
celebraciones de la extensión del español en Estados Unidos -que con frecuencia
perpetran distorsiones importantes de la realidad sociolingüística
estadounidense- sino también la naturaleza del interés que ciertos sectores del
mundo de la cultura, economía y política españolas han exhibido por su
población latina.
2. Comunidad panhispánica y geopolitica
El análisis de las relaciones pasadas,
presentes y futuras entre España y los países de la América hispanohablante (en
la cual hay que incluir a Estados Unidos) pasa necesariamente por la revisión
de los fundamentos y objetivos del movimiento hispanoamericanista o
panhispanista (11 y 12). Este proyecto se basaba en la convicción de que la
cultura española, encarnada en la lengua, persistía como vínculo inalienable
entre las naciones hispanohablantes incluso tras la independencia de los
territorios americanos. A lo largo de su historia, el hispanoamericanismo ha
perseguido el fortalecimiento de esa unidad y la construcción de una armónica
comunidad panhispánica postimperial, cultural, económica y políticamente
operativa. Isidro Sepúlveda ha definido el hispanoamericanismo como «la
interpretación de la continuidad hispana en América como base para la construcción
-e incluso como evidencia de su existencia- de un ascendente español sobre las
sociedades del continente; ascendente susceptible de ser instrumentalizado para
fundamentar una política exterior de prestigio que recuperara el valor
internacional de la España de comienzos del siglo xx» (Sepúlveda, 2005: 22). La
anhelada unidad lingüística y cultural hispanoamericana sería por tanto un
valor estratégico para España al facilitarle sus operaciones en la América
hispanohablante y al contribuir a la elevación de su prestigio internacional.
De ahí que al estudiar el movimiento se hable del hispanoamericanismo como
«conceptualización de la reunión de iniciativas y la propuesta de programas, ya
de forma individual o colectiva, y la participación coordinada y solidaria en
la idea de una cualidad especial y superior de las relaciones
hispanoamericanas; buscando al mismo tiempo su potenciación con la promoción de
unos elementos operativos con fines variados, desde políticos a culturales,
religiosos, militares o económicos» (Sepúlveda, 2005: 93)
Por supuesto, las vertientes
derecha e izquierda del movimiento no deben ser confundidas, en tanto que en
cada caso el abrazo de la unidad cultural panhispánica se pone al servicio de
proyectos de sociedad considerablemente distintos; pero tampoco hay que ignorar
la base ideológica común sobre la que se concibe la relación entre España y la
América hispanohablante desde las ramas tanto conservadoras como progresistas
del hispanoamericanismo. Y esta base ideológica común no nos debe sorprender,
pues el mantenimiento de una relación privilegiada con las antiguas colonias no
sólo ha sido una prioridad estratégica para España al margen del color del
gobierno de turno, sino también, como ha señalado Sepúlveda, un elemento central
del nacionalismo español (de derechas o de izquierdas): «[…] uno de los
componentes básicos del nacionalismo español y de la política exterior española
a lo largo del siglo xx: la creencia en y la utilización de la continuidad
cultural española en América, tratada de materializar en una comunidad
transnacional que unía a la antigua metrópoli con las repúblicas nacidas en los
territorios y, sobre todo, en el seno de las sociedades de su antiguo imperio.
La creación de esa comunidad resulta de especial relevancia para explicar tanto
la conformación de una identidad transatlántica -materializando un imaginario
de afirmación nacionalista-, como la elaboración y ejecución de la política
exterior española, para la que su proyección hacia América y su capacidad de
influencia supone un elemento de extraordinario valor» (Sepúlveda, 2005: 12).
El hispanoamericanismo
comenzó a manifestarse a mediados del siglo XIX y se expresó en principio a
través de publicaciones tales como La Ilustración Ibérica, La Ilustración Española
y Americana o La Revista Española de Ambos Mundos. Esta última, por ejemplo,
definía su misión en su primer número de 1853 en los siguientes términos:
«Destinada a España y América, pondremos particular esmero en estrechar sus
relaciones. La Providencia no une a los pueblos con los lazos de un mismo
origen, religión, costumbres e idioma para que se miren con desvío y se vuelvan
las espaldas así en la próspera como en la adversa fortuna. Felizmente han
desaparecido las causas que nos llevaron a la arena del combate, y hoy el
pueblo americano y el ibero no son, ni deben ser, más que miembros de una misma
familia; la gran familia española, que Dios arrojó del otro lado del océano
para que, con la sangre de sus venas, con su valor e inteligencia, conquistase
a la civilización un nuevo mundo» (cit. en Fogelquist, 1968: 13-14). Aparecían
ya expresadas, como podemos apreciar, algunas de las ideas troncales del
hispanoamericanismo inicial: la identidad cultural entre España y sus ex
colonias y la lectura de la conquista como misión civilizadora.
Un momento clave en la
historia de este movimiento fue la creación en 1885, de la Unión
Iberoamericana, que enseguida se convertiría en su principal órgano de
expresión. Según sus Estatutos, la Unión se proponía «estrechar las relaciones
de afecto sociales, económicas, artísticas y políticas de España, Portugal y
las Naciones americanas, procurando que exista la más cordial inteligencia
entre estos pueblos hermanos» (cit. en Martín Montalvo y otros, 1985: 163).
Para ello se trataba de promover, por ejemplo, «la extensión e intensificación
de la enseñanza, el intercambio de las ideas científicas y de los métodos
educativos, y la firma de tratados de propiedad literaria» (Martín Montalvo y
otros, 1985: 164). Con todo, los objetivos económicos ocuparon siempre un lugar
privilegiado en el ideario de esta organización (declarada en España, por
cierto, de «fomento y utilidad pública» en 1890): «Desde sus comienzos, la
Unión Iberoamericana determinó cuatro puntos de interés, encabezados por el
fomento de los lazos comerciales, bajo la idea de que Iberoamérica era el
"mercado natural" de España» (Martín Montalvo y otros, 1985: 163, el
énfasis es nuestro).
Por supuesto, las exigencias
tanto políticas como discursivas de cada momento histórico han forzado la
modulación de los términos en que se plantea la hermandad panhispánica. Como
acabamos de ver, hubo un tiempo en que se afirmaba sin pudor la absoluta
identidad de los pueblos hispanohablantes a ambos lados del Atlántico y se negaba
incluso la impronta dejada por los pueblos precolombinos y africanos en el
desarrollo moderno de América. El escritor español Juan Valera (1824-1905), por
ejemplo, escribía a finales del siglo XIX: «La unidad de civilización y de
lengua, y en gran parte de raza también, persiste en España y en esas
Repúblicas de América, a pesar de su emancipación e independencia de la
metrópoli»; «Lo que yo sostengo es que ni el salvajismo de las tribus indígenas
en general, ni la semi cultura o semi barbarie de peruanos, aztecas y chibchas,
añadió nada a esa civilización que ahí llevamos y que ustedes mantienen y quizá
mejoran y magnifican» (Valera, 1958: 313 y 365) (13).
En el hispanoamericanismo de
principios del siglo XXI, afirmaciones tales han quedado casi excluidas de las
discusiones públicas de la materia. El «casi» se debe a que, por ejemplo, aún
en el pasado reciente un director de la RAE, Manuel Alvar, afirmaba: «México
sabía mejor que nadie el valor de tener una lengua que unifique y que libere de
la miseria y del atraso a las comunidades indígenas […]. Salvar al indio,
redimir al indio, incorporación del indio, como entonces gritaban, no es otra
cosa que desindianizar al indio. Incorporarlo a la idea de un Estado moderno,
para su utilización en unas empresas de solidaridad nacional y para que reciba
los beneficios de esa misma sociedad […]. El camino hacia la libertad transita
por la hispanización» (Alvar, 1991: 17-18) (14)
No sorprende que, en un
contexto poscolonial, los esfuerzos españoles por mantener una relación
privilegiada con sus ex colonias (por «construir un ascendente» sobre ellas, en
palabras de Sepúlveda) fueran recibidos con cierta reserva, si no con clara
desconfianza, por sectores de la sociedad y clase política americana, y menos
aun sorprende que actitudes como las anteriormente descritas hayan generado
reacciones abiertamente hostiles en la América hispanohablante. En efecto, la
consolidación de la comunidad panhispánica, ya no sólo como idea sino como
entidad económica y políticamente relevante, se ha tenido que enfrentar a
importantes desafíos. Recordemos por ejemplo la articulación de identidades
nacionales en las nuevas repúblicas y la aparición de rivalidades regionales y
conflictos fronterizos; el debilitamiento de España como referente cultural;
las profundas desigualdades entre países y sectores sociales que perturban la
imagen de armonía que persigue crear el hispanoamericanismo, y el carácter
plurilingüe de la mayoría de los países que integrarían la ideal comunidad
hispanófona (empezando por la propia España). De entre todos estos obstáculos,
tienen especial interés para el presente ensayo las disputas entre
intelectuales de ambos lados del Atlántico que escenificaban pugnas por dominar
el frágil campo cultural constituido sobre la base del español, polémicas que
giraban en torno al control de la norma y del estatus simbólico de la lengua,
fundamental, como hemos visto, para el cumplimiento de los objetivos del
hispanoamericanismo: centrémonos por lo tanto, brevemente, en la llamada batalla
del idioma (15).
2.1. La batalla del idioma
Durante los primeros años de vida de las
jóvenes naciones americanas surgieron ya los primeros síntomas de resistencia a
la preservación de un sistema cultural único, es decir, las primeras
manifestaciones tanto del desarrollo de una actitud desde indiferente hasta
escéptica e incluso hostil a la autoridad lingüística española como de la
emergencia de un régimen de normatividad específicamente americano. Iban
apareciendo, en efecto, individuos e instituciones que gestionaban (o aspiraban
a gestionar) la lengua, la cultura, la educación desde la misma América y en
base a las necesidades propias de las nuevas naciones. Quizás el caso más
conocido y de mayor impacto en la primera etapa sea el del gramático venezolano
Andrés Bello (1781-1865), quien publicaba, en 1847, la Gramática de la lengua
castellana destinada al uso de los americanos. La famosa gramática de Bello no
suponía una declaración explícita de independencia lingüística. De hecho no
sólo nacía con voluntad unificadora y como respuesta a los temores de
fragmentación lingüística que se empezaban a expresar en América, sino que
utilizaba como base para la selección de la norma las variedades peninsulares
castellanas del español(16). Sin embargo, la simple aparición de este texto
revelaba la debilidad normativa de la Real Academia Española (RAE) en América,
la conciencia de al menos ciertos sectores de su intelectualidad de que, como
resultado de la emancipación, tenían que asumir el control de la gestión del
idioma igual que habían hecho en otros ámbitos de su vida independiente.
Si Bello fue, con todo,
sumamente respetuoso con la autoridad de la RAE y con el modelo de norma que
esta proponía, no lo fue tanto la generación argentina del 1837 (17). Esteban
Echeverría (1805-1851), por ejemplo, afirmaba: «El único legado que los
americanos pueden aceptar y aceptan de buen grado de la España, porque es
realmente precioso, es el del idioma; pero lo aceptan a condición de mejora, de
transformación progresiva, es decir, de emancipación» (cit. en Alfón, 2008:
52). Una emancipación que reivindicaba también, a su manera, Juan Bautista
Alberdi (1810-1884): «Si la lengua no es otra cosa que una faz del pensamiento,
la nuestra pide una armonía íntima con nuestro pensamiento americano, más
simpático mil veces con el movimiento rápido y directo del pensamiento francés,
que no con los eternos contornos del pensamiento español» (cit. en Alfón, 2008:
53). Vemos que, tras la independencia política, aquellas primeras generaciones
reclamaban también la emancipación cultural y lingüística. Y, aunque con el
paso de los años se había de templar la retórica antiespañola (fue el caso de
Alberdi y Domingo Faustino Sarmiento, por ejemplo), el anhelo de autonomía no
se apagaría. En 1876, Juan María Gutiérrez (1809-1878), miembro destacado de
aquella misma generación, protagonizaría un revelador incidente con la Real
Academia Española. Unos años antes, la RAE había iniciado un proyecto de
creación de academias correspondientes en América. Este gesto, se esperaba, les
demostraría a los americanos la voluntad de cooperación de los académicos
españoles, consolidaría la autoridad académica y reforzaría la unidad
lingüística y cultural al acercar a las clases letradas de ambos lados del Atlántico.
Si bien la iniciativa cuajó en ciertos países (18), el resultado de aquellos
esfuerzos estuvo lejos de obtener el éxito esperado. Como adelantábamos arriba,
Juan María Gutiérrez, al ser nombrado miembro correspondiente de la Española,
rechazó el nombramiento declarando: «Creo, señor, peligroso para un
sudamericano la aceptación de un título dispensado por la Academia Española. Su
aceptación liga y ata con el vínculo poderoso de la gratitud, e impone a la
urbanidad, si no entero sometimiento a las opiniones reinantes en aquel cuerpo»
(Gutiérrez, 2003: 72). Expresaba así Gutiérrez, incluso décadas después de las
efusiones independentistas de la juventud, la necesidad de conformar sistemas
culturales autónomos y los peligros que entrañaría la subordinación y
dependencia de instituciones que, por mucha afinidad lingüística y cultural que
en efecto exhibieran, representaban a países extranjeros y por lo tanto los
intereses de estos. Esta actitud no era exclusiva de intelectuales argentinos.
Representativas de ese mismo sentir son también las siguientes palabras del
escritor peruano Manuel González Prada (1844-1918): «Cunde hasta el servilismo
internacional: las agrupaciones literarias y científicas tienden a convertirse
en academias correspondientes de las reales academias españolas. Literatos,
abogados y médicos vuelven los ojos a España en la actitud vergonzante de
mendigar un título académico» (cit. en Rama, 1982: 134).
Otra sonada polémica en torno
a la lengua que acabaría por revelar disputas sobre el orden cultural
poscolonial la protagonizaron a finales del siglo XIX y principios del XX el ya
mencionado escritor español Juan Valera y el filólogo colombiano Rufino José
Cuervo (1844-1911). En 1899, el colombiano lamentaba la lejana pero inevitable
fragmentación del español en múltiples lenguas. Las diferencias dialectales que
empezaban a manifestarse incluso en textos literarios, según Cuervo,
representaban el inicio de un proceso de colapso del español análogo al que en
su momento había dado lugar a que del latín se desarrollaran las lenguas
románicas. Esta predicción preocupó a Juan Valera, quien respondió en un
artículo publicado el 24 de septiembre en Los Lunes del Imparcial de Madrid.
Afirmaba el español la salud de la lengua y apelaba a los hombres de letras
para que cumplieran, con el necesario optimismo, la misión de guardianes que
les correspondía. La polémica fue larga y compleja (19) y dio lugar a que
salieran a la superficie las tensiones que venían caracterizando la gestión
colectiva del idioma: «Los españoles, al juzgar el habla de los americanos, han
de despojarse de cierto invencible desdén que les ha quedado por las cosas de
los criollos» (Cuervo, 1950: 288), escribió Cuervo; y, cuando, harto de los
términos en los que Valera planteaba la discusión, dio por cerrada la polémica,
lo hizo con reveladoras palabras: «[Valera] pretende que las naciones
hispanoamericanas sean colonias literarias de España, aunque para abastecerlas
sea menester tomar productos de países extranjeros, y, figurándose tener aún el
imprescindible derecho a la represión violenta de las insurgentes, no puede
sufrir que un americano ponga en duda el que las circunstancias actuales
consientan tales ilusiones: esto le hace perder los estribos y la serenidad
clásica. Hasta aquí llega el fraternal afecto» (Cuervo, 1950: 332) (20)
Señalemos, aunque sea
brevemente, otra importante querella con brillantes protagonistas: el escritor
argentino Jorge Luis Borges (1899-1986) y el filólogo e historiador español
Américo Castro (1885-1972). Este último, en un libro titulado La peculiaridad
lingüística rioplatense y su sentido histórico y publicado en 1941, expresaba
su consternación ante el estado de la lengua en el Río de la Plata y la
indiferencia con que las élites argentinas (quienes, en su opinión, deberían
estar comprometidas con la protección de la unidad del idioma) parecían no sólo
ignorar sino incluso agravar el problema. En su respuesta, Borges rechazó de
plano el diagnóstico «No adolecemos de dialectos, aunque sí de institutos dialectológicos»
[Borges, 1989: 32]) y, en tono característicamente borgesiano añadió: «He
viajado por Cataluña, por Alicante, por Andalucía por Castilla; he vivido un
par de años en Valldemosa y uno en Madrid, tengo gratísimos recuerdos de esos
lugares; no he observado jamás que los españoles hablaran mejor que nosotros.
(Hablan en voz más alta, eso sí, con el aplomo de quienes ignoran la duda»
(Borges, 1989: 32).
El año 1951 nos ofrece un
capítulo importante en la batalla del idioma (J. del Valle, 2010). Por
iniciativa del presidente de México, Miguel Alemán, la Academia de este país,
correspondiente de la Española, convoca un congreso que, costeado por el
Gobierno de México, habría de reunir en su capital a todas las academias de la
lengua. Una delegación mexicana visitó la RAE en octubre de 1950 para cursar la
invitación oficial a los españoles. Estos aceptaron gustosos y el congreso
quedó fijado para finales de abril de 1951 (21). El temario fue elaborado por
la Mexicana y aprobado por la Española y el anteproyecto de reglamento
estableció que la presidencia del congreso le correspondería al director de la
RAE (o a su representante). La primera bomba estalló pocas semanas antes de la
gran reunión. La RAE le comunicó a los organizadores que, por indicaciones de
«la Superioridad», no podría asistir. Más tarde se sabría que el Gobierno
español había exigido al mexicano la renuncia a su reconocimiento del Gobierno
republicano en el exilio. Ante la negativa de los mexicanos, el Gobierno
franquista «les indicó» a los académicos que no podrían asistir al congreso y
estos procedieron a informar a sus colegas mexicanos. La polémica no se hizo
esperar. Así describía el ambiente José León Pagano, representante en México de
la Academia Argentina de Letras: «A poco de haber descendido en México del
avión -después de treinta horas de vuelo- entré de súbito en una atmósfera
enardecida, a causa de la no concurrencia de España al Congreso de la Lengua
[…] Es menester haber estado en México por aquellos días para justipreciar el
resentimiento de la Nación azteca, motivado por la ausencia de la Real Academia
Española» (Pagano, 1951: 249-250). La indignación que captó Pagano en el
ambiente de la capital fue expresada ya dentro del Congreso con gran elocuencia
por el escritor mexicano Martín Luis Guzmán. En una larga intervención durante
el primer pleno del congreso, Guzmán propuso una iniciativa que habría
transformado la relación entre las academias. El primer punto de la iniciativa
recomendaba «a las Academias americanas y filipina, correspondientes de la Real
Academia Española, renuncien a su asociación con esta última en los términos
previstos por el artículo IX del texto estatutario que las une, y asuman así de
lleno la autonomía de que no deben abdicar y la personalidad íntegra que les es
inalienable» (Guzmán, 1971: 1386). Y más adelante aclaraba: «No es verdad que
yo pida ningún rompimiento definitivo con la Real Academia Española. Recomiendo
tan solo un procedimiento digno y práctico para llegar a una verdadera
asociación o confederación de academias de nuestro idioma, incluida la Academia
Española» (ib.: p. 1387) (22). La iniciativa de Guzmán no prosperó: sólo las
delegaciones de Guatemala, Panamá, Paraguay y Uruguay (además de los votos
particulares de Augusto Iglesias, de Chile, y Germán Arciniegas, de Colombia)
apoyaron el paso de la iniciativa a la comisión pertinente del congreso.
Este episodio -presentado
aquí por medio de unas muy superficiales pinceladas- resulta revelador de
muchas de las dimensiones de la batalla del idioma. La iniciativa de Miguel
Alemán nos muestra, por ejemplo, que versiones del hispanoamericanismo también
han tenido vida en la América hispanohablante, y no sólo entre los sectores más
conservadores de las sociedades americanas. La propuesta de Guzmán nos muestra
la existencia, aún a mediados del siglo XX, de una voluntad emancipadora en el
campo de la cultura; una voluntad emancipadora, en este caso, que no perseguía
la negación o renuncia a la relación con España sino la reconstitución de la misma
en términos de igualdad. Finalmente, el resultado de la votación subraya la
complicidad de un sector de la clase letrada americana en la perpetuación de un
orden lingüístico y cultural de perfil claramente colonial.
2.2. Del hispanoamericanismo a la política
lingüística panhisPánica (23)
Hemos visto hasta ahora que el movimiento
hispanoamericanista se esforzó por consolidar un modelo de relación entre
España y la América hispanohablante y que el idioma fue con frecuencia el
objeto de discursos y acciones orientadas al logro de ese objetivo. La sección
anterior habrá dejado claro también que no todo el monte es orégano: el
hispanoamericanismo se tuvo que enfrentar a numerosos obstáculos que se han
manifestado de modo patente en la gestión de la norma lingüística y de su
estatus simbólico. Con todo, a pesar de estos desafíos, el movimiento, en sus
distintas reencarnaciones, sobrevive, y podríamos afirmar incluso que, en la
última década del siglo XX, adquirió renovada energía al darse por fin, en un
nuevo contexto geopolítico, las condiciones que han proveído al proyecto de
combustible económico, argumentos políticos y soporte institucional.
En primer lugar, a partir de
los ochenta, un grupo de compañías de capital predominantemente español
(representantes de múltiples sectores: financiero, energético, editorial,
telecomunicaciones, turismo, construcción, energías renovables) se proyectaban
internacionalmente y, con la complicidad de parte de la clase política y
empresarial local, escogían América Latina como campo de operaciones
privilegiado (Bonet y de Gregario, 1999; Casilda Béjar, 2001). Ya a mediados de
los noventa, Jesús de Polanco, forjador del importante imperio editorial y
mediático PRISA, asociaba, en la mejor tradición hispanoamericanista, la proximidad
cultural al derecho legítimo de su país a dirigir el punto de mira hacia las
antiguas colonias: «Sin embargo, el presidente de PRISA entiende que América
Latina es "un objetivo político, económico y empresarial legítimo para los
españoles". […] "Estamos mucho menos lejos de América Latina de lo
que nadie puede pensar"» (cit. en El País, 22/07/1995: en línea). Una
década después, la anunciada penetración se había producido generando, al menos
en la opinión de algunos líderes empresariales, un alto nivel de integración,
de nuevo, tal como el hispanoamericanismo había previsto desde sus inicios: «Lo
que está pasando en Latinoamérica no se entendería sin la presencia de la
empresa española, como tampoco se entendería el fortalecimiento de España en el
mundo sin la expansión de la empresa española en Latinoamérica» (Francisco
Luzón, consejero director general del Grupo Santander para América Latina; cit.
en Miguel Á. Noceda, 10/07/2007: en línea). Nótese que, en este nuevo contexto
en que las economías nacionales se abrían a la inversión extranjera, el
desarrollo económico de España se hace depender en gran medida de las
posibilidades de inversión en América Latina y que este potencial se vincula
inequívocamente a la existencia de un pasado compartido y una herencia
lingüística común.
En segundo lugar, estas
nuevas perspectivas de inversión para el capital español coincidían con
profundas transformaciones del sistema capialista, como señalábamos en el
párrafo anterior: se globalizaba la economía mundial y se relativizaba el poder
de los Estados nación, que se veían compelidos a responder a las nuevas
condiciones geopolíticas.
Los procesos de integración
regional se presentaban en tal contexto como sine qua non para el desarrollo, y
el nivel de protagonismo de cada país en las distintas áreas se percibía como
factor determinante del rol global que a cada uno le habría de corresponder. Si
a mediados de los ochenta España conseguía incorporarse al vagón de cola de
Europa (a lo que entonces se llamaba Comunidad Económica Europea), desde
finales de esa década pasaba a concentrarse en su política hacia lo que cada
vez con más frecuencia se llama Iberoamérica, asumiendo el liderazgo de un
proceso de integración que, de realizarse con éxito, acabaría por conformar la
Comunidad Iberoamericana de Naciones: «A principios de Los años ochenta, que es
cuando por parte española se empieza a plantear la oportunidad de celebrar una
Cumbre Iberoamericana en torno a 1992, la posibilidad de que se celebrase una
reunión de esta naturaleza y alcance y de que la Cumbre Iberoamericana
obtuviese un cierto reconocimiento, aparecía en el horizonte de 1992 como algo
remoto, casi imposible de lograr, en función del escenario internacional, de la
diversidad y heterogeneidad de los países iberoamericanos y del todavía escaso
nivel de las relaciones entre España e Iberoamérica. En este contexto, la
realidad es que sólo la diplomacia española apostaba decididamente por este
objetivo, sin que en esos momentos hubiera especial interés en los países
iberoamericanos en apostar, más allá de la retórica, por el mismo» (C del
Arenal, 1999: 206). Los esfuerzos de la diplomacia española encontrarían
efectivamente sus primeras recompensas con la cumbre de Guadalajara, México,
que tuvo lugar los días 18 y 19 de julio de 1991, y la del Quinto Centenario,
celebrada en Madrid el 24 de julio de 1992. Como ha señalado el diplomático
chileno Raúl Sanhueza Carvajal «el trabajo diplomático para consensuar esta
iniciativa estuvo determinado por el ejercicio de un liderazgo español, el
cual, en esta etapa, asumió la forma de "liderazgo ejemplificador o
pedagógico", caracterizado por la prudencia y una inspiración idealista»
(2003: 38). Teniendo en cuenta la complicada historia de las relaciones entre
España y sus antiguas colonias, las múltiples disputas en torno al estatus
relativo de los países americanos y la vieja metrópolis y los recelos ante sus
intenciones y ademanes paternalistas, no sorprende que la diplomacia de este
país operara con especial prudencia. Nada más lejos de sus objetivos que la
posible identificación de impulsos neocoloniales en la proyección
iberoamericana de España; de ahí que se insistiera en que «hay que dejar muy
claro que no se trata de construir el equivalente de la Francofonía, o la Commonwealth
en las que las antiguas metrópolis juegan un papel hegemónico. En el caso
español, la relación no es paterno-filial sino fraternal» (Papell, 1991: 166).
La proyección de esta imagen de hermandad, el ansia por elidir la preeminencia
de España que tanto daño había hecho al hispanoamericanismo a lo largo de la
historia (como vimos arriba ejemplificado en el terreno de la gestión del
idioma), se convertiría por tanto en un objetivo prioritario para la diplomacia
española.
Por ello, en tercer lugar, al
tiempo que, como acabamos de ver, se iban produciendo, en los ámbitos económico
y político, desarrollos en los que se perfilaba la América hispanohablante como
objetivo preferente de la política exterior española y que parecían exigir la
activación del viejo proyecto hispanoamericanista, los sucesivos gobiernos de
este país (socialistas y populares) iban movilizando agencias culturales que
ofrecían soporte institucional y ponían en marcha acciones al servicio de la
defensa de sus intereses geopolíticos. Nos centraremos a partir de aquí en dos
de estas agencias (la Real Academia Española y el Instituto Cervantes, IC) y en
algunos de los objetivos por ellas asumidos: asegurar la unidad del idioma y
promover su difusión internacional.
3. La RAE, el Instituto Cervantes y la
hispanofonía
La defensa de la unidad lingüística, como
vimos arriba, ha sido una de las preocupaciones centrales del
hispanoamericanismo y está liderada en la actualidad por la Real Academia
Española. Desde principios de los noventa, la RAE ha puesto gran empeño en la
modernización de su imagen adoptando públicamente una actitud que, lejos del
clásico purismo elitista, se plantea un diálogo permanente con el pueblo,
señalando una y otra vez su compromiso con las tecnologías del lenguaje, y
vinculando su actividad al desarrollo económico y empresarial. Ha apostado, por
ejemplo, por una fuerte presencia en la Red y por asociar el español con el
mundo digital. En este contexto cabe recordar la publicidad que se le dio, en
1999, a la visita del magnate de Microsoft Bill Gates a la sede de la Academia
en Madrid. El diario El País abría la noticia con el siguiente titular: «Bill
Gates y la Academia firman un acuerdo para mejorar el español que usa
Microsoft: el empresario estadounidense visita a la Real Academia Española y
alaba su nivel tecnológico» (Miguel Mora, 16/09/1999: en línea). Y cabe señalar
también en este mismo contexto el cuidado que la corporación ha puesto en sus
relaciones con el mundo empresarial: «Convenio entre la Academia y Prisa. […]
Prisa […] y el Grupo Santillana han realizado una aportación económica a la
Fundación Pro Real Academia, donde están integrados los principales bancos y
las grandes empresas y corporaciones españolas» (El País, 11/12/1998: en línea);
«Las fundaciones pro RAE y Endesa renuevan su acuerdo de colaboración. […] La
empresa eléctrica se compromete a invertir 60 millones entre 2002 y 2004, que
la Academia destinará a continuar la revisión de los americanismos en el
Diccionario» (El País, 10/10/2001: en línea); «El director de la Real Academia
Española, Víctor García de. la Concha y el secretario de la Agencia Española de
Cooperación Internacional (AECO), Miguel Ángel Cortés, firmaron ayer un acuerdo
para la difusión del español que incluye diversos programas» (El País,
11/10/2001: en línea) (24)
Quizás la preocupación
central de la RAE haya sido su relación con la América hispanohablante, la cual
se ha trabajado principalmente a través del fortalecimiento de la Asociación de
Academias de la Lengua Española (Asale) y de la adopción de una política
lingüística llamada panhispánica. Los que siguen de cerca la actividad de la
RAE saben bien que el viejo lema «Limpia, fija y da esplendor», tan explícito
en cuanto a la clásica función profiláctica de la institución, ha ido siendo
progresivamente desplazado hacia una zona menos visible de la imagen pública
que la Academia ha ido proyectando de sí misma. En su página web, en una
brevísima sección de introducción histórica, la RAE describe su propia
evolución en los siguientes términos: «La institución ha ido adaptando sus
funciones a los tiempos que le ha tocado vivir. Actualmente, y según lo
establecido por el artículo primero de sus Estatutos, la Academia "tiene
como misión principal velar porque los cambios que experimente la Lengua
Española en su constante adaptación a las necesidades de sus hablantes no
quiebren la esencial unidad que mantiene en todo el ámbito
hispánico"»(25). La nueva imagen pública de la RAE se presenta de manera
inequívoca en un texto clave para la comprensión del proyecto actual, La nueva
política lingüística panhispánica, publicado en 2004 por la RAE y firmado por
la Asale: «En nuestros días, las Academias, en una orientación más adecuada y
también más realista, se han fijado como tarea común la de garantizar el
mantenimiento de la unidad básica del idioma, que es, en definitiva, lo que
permite hablar de la comunidad hispanohablante, haciendo compatible la unidad
del idioma con el reconocimiento de sus variedades internas» (Asale, 2004: 3).
En este fragmento vemos condensadas las ideas que definen la estrategia para la
defensa del idioma y que nos permiten entender su función en el más amplio
contexto de los intereses económicos y geopolíticos de España: primero, la
adopción de un modelo de normatividad policéntrica asumible por las academias
americanas (y por las sociedades de la América hispanohablante) y, segundo, la
instrumentalización del español, de su unidad (más conceptual que formal (26)..
), como basamento de la comunidad panhispánica, es decir, la proyección de una
imagen del idioma que convenza a la opinión pública de la existencia de esta
comunidad y de la legitimidad de sus custodios. La trascendencia de esta nueva
aproximación al idioma la ha señalado inequívocamente el actual director Víctor
García de la Concha: «creemos que con ello estamos prestando un servicio cuyo
interés rebasa lo estrictamente lingüístico para situarse en un valor
importantísimo en la integración de Comunidad Iberoamericana de Naciones, y
creemos que esto se realiza como el mejor servicio al robustecimiento de la
unidad del español, pero con el respeto más absoluto a las realizaciones
variadas que ese español unido tiene en cada una de las regiones» (Francia,
15/09/2005: en línea).
Por lo que a la promoción
internacional del español se refiere, la agencia que ha liderado los esfuerzos
por definirla como lengua global, o al menos como valioso producto en los
mercados lingüísticos internacionales, es el Instituto Cervantes. Creada por el
Gobierno de España en 1991 «para la promoción y enseñanza de la lengua española
y para la difusión de la cultura española e hispanoamericána» (la cursiva es
mía), esta importante agencia define, en la actualidad, su misión en los
siguientes términos:
Organizar cursos generales y
especiales de lengua española, así como de las lenguas cooficiales en España.
Expedir en nombre del Ministerio de Educación y Ciencia, los Diplomas de
Español como Lengua Extranjera (DELE) y organizar los exámenes para su
obtención. Actualizar los métodos de enseñanza y la formación del profesorado.
Apoyar la labor de los hispanistas. Participar en programas de difusión de la
lengua española. Realizar actividades de difusión cultural, en colaboración con
otros organismos españoles e hispanoamericanos y con entidades de los países
anfitriones. Poner a disposición del público bibliotecas provistas de los
medios tecnológicos más avanzados (27).
En esta declaración de
objetivos se vislumbra, como ocurría al analizar el discurso de la RAE, la
presencia de preocupaciones que trascienden lo puramente lingüístico y que nos
remiten de nuevo tanto a los avatares de la política nacional como a los
intereses internacionales de España. Fijémonos, por ejemplo, en el compromiso
-al menos, sobre el papel- a enseñar no sólo español sino también las lenguas
cooficiales (catalán, gallego y vasco). Esta línea de acción adquiere pleno
significado en el contexto de una dinámica política concreta: la existencia de
múltiples procesos de construcción nacional dentro del país y los esfuerzos del
Gobierno central por consolidar la unidad política y la legitimidad del Estado
adoptando una retórica de apoyo a la diversidad cultural y lingüística.
Fijémonos también en que el Cervantes se compromete con la promoción no de «la
cultura española» sino de «las culturas españolas e hispanoamericanas»,
compromiso que se ve con mayor claridad a la luz del proyecto panhispánico ya
discutido. Ante la posibilidad de que se interprete la acción cultural exterior
de España en clave neocolonial, el Instituto se erige en representante no de
España, sino de la comunidad basada en la lengua común. Vemos pues que el
Cervantes es sensible ante el hecho de que sus operaciones tienen repercusiones
tanto en el complejo entramado de nacionalismos que se despliega en España como
en el ámbito internacional, es decir, en el área idiomática delimitada por el
español y en los mercados lingüísticos globales.
Conviene dejar claro que la
proyección de esta política sobre ámbitos que se sitúan más allá de lo
lingüístico no ocurre de modo subrepticio. Al contrario, Carmen Caffarel,
directora del Cervantes desde el año 2007, expresaba sin ambigüedades la
vinculación de la agencia que dirige con los intereses de España; «El Cervantes
sirve para abrir puertas a las empresas españolas en el exterior. […] En la
medida en que seamos más conocidos en el mundo, nuestro peso como país irá
creciendo, la economía se verá beneficiada, y un intangible como el español se
convertirá en embajador de nuestro país en el mundo» (Ana Martínez, 09/01/2008:
en línea).
En síntesis, la acción de la
RAE y del Instituto Cervantes presenta un alto grado de integración en la
política exterior española y se materializa, primero y como acabamos de
señalar, en una estrategia de cobertura a la expansión empresarial (una suerte
de soporte propagandístico y logístico); segundo, en esfuerzos por dar al
idioma forma de valioso activo éconómico y controlar su gestión en el mercado
global, y, finalmente, en una aportación retórica a la consolidación del mundo
hispanohablante como hispanofonía.
Detengámonos brevemente en
este término. Las etiquetas usadas para referirse al grupo de naciones donde se
habla español o la comunidad de seres humanos que lo tienen como lengua nativa
exhibe una cierta inestabilidad. La etiqueta que aquí propongo, hispanofonía,
pretende sugerir una conceptualización distinta de la que se deduce de términos
convencionales tales como Iberoamérica. En el horizonte teórico aquí dibujado,
la hispanofonía no sería simplemente un hecho objetivo, un grupo de naciones,
una red de interacción tejida por un código comunicativo compartido. El término
nos remitiría más bien a una comunidad imaginada, anclada en una lengua común
que une en un vínculo afectivo a todos los que la poseen y a todos los que
sienten un lazo de lealtad hacia ella. Al hablar de la hispanofonía como
comunidad imaginada no queremos sugerir que se trate de una fabricación. Usamos
el Término en el sentido que le dio Benedict Anderson (1983): es una comunidad
cuyos miembros no viven directamente la experiencia del contacto y de los
hábitos y valores compartidos, pero son capaces de imaginar tal comunión
gracias a la existencia de redes de interacción facilitadas por una lengua
compartida y gracias a la presencia de señales -discursivas, tales como
referencias directas a la comunidad, o simbólicas, tales como banderas- que les
recuerdan cotidianamente la existencia de un colectivo humano de alguna manera
afín. Pensamos, pongamos por caso, en Galicia, como una comunidad constituida
por gallegos. Y, aunque no los hemos visto a todos, imaginamos que en todos y
cada uno de ellos se manifiestan los rasgos que circunstancias históricas
(culturales y políticas) concretas han establecido como señales de la
galleguidad.
La hispanofonía se basa en
realidad en una ideología lingüística, es decir, en una concepción cultural «de
la naturaleza, forma y sentido del lenguaje y de las prácticas comunicativas
como escenificaciones de un orden colectivo» (Gal y Woolard, 2001: 1 (28)… )
Pensar en las representaciones de una lengua (por ejemplo, las afirmaciones qúe
se hacen sobre el español como recurso económico o como seña de identidad
panhispánica) como ideologías lingüísticas nos invita a que no las aceptemos
acríticamente sino a que las contextualicemos identificando su anclaje
institucional y su función naturalizadora de un orden extralingüístico. Nos
invita a que nos planteemos a qué intereses puede servir que se generalice una
determinada visión de la lengua y no otra.
La hispanofonía, por tanto,
no es sólo una comunidad sino también una ideología lingüística: se basa en una
visión del español que, por un lado, emerge de instituciones (la RAE y el
Cervantes entre otras) cuya actividad se coordina con proyectos de orden
económico (la obtención de un estatus privilegiado en el mercado panhispánico)
y político (la integración de los países hispanohablantes como entidad con peso
político internacional) y, por otro, naturaliza y legitima estos proyectos al
representar el idioma como base de una comunidad unitaria y armónica. Víctor
García de la Concha, actual director de la RAE, expresaba la esencia de esta
ideología con sucinta elocuencia: «Es realmente emocionante cómo la lengua está
sirviendo de lugar de encuentro y no sólo como canal de comunicación. La lengua
nos hace patria común en una concordia superior» (cit. en El País, 07/09/2000:
en línea).
Tras haber expuesto las
líneas de la política lingüística panhispánica que se entrecruzan con la
proyección exterior de España, podemos abrir la reflexión sobre el interés que
entre los mismos actores ha despertado la población hispanohablante de Estados
Unidos y la popularidad del español como lengua extranjera en sus escuelas y
universidades.
4. España, Estados Unidos y «la pujanza
de lo hispano»
En el verano del 2003, en un extenso
artículo titulado «¿President López?», el diario madrileño El País examinaba el
llamado fenómeno latino en los Estados Unidos: «Los hispanos, además de estar
ya por encima de la minoría negra, son más jóvenes, tienen más hijos y empiezan
a salir del pozo de la pobreza para atisbar su propia manera de realizar el
sueño americano. Aún no son una clase media poderosa, pero sus posibilidades de
crecimiento resultan cada vez más atractivas para los mercados y para los
cazadores de votos» (Javier Casqueiro, 20/07/2003: en línea). El origen del
artículo estaba en un informe, hecho público unos meses antes por la Oficina
del Censo, que confirmaba que los hispanos se habían convertido en el grupo
minoritario más numeroso del país. Este hito demográfico le ofrecía una
excelente oportunidad a la prensa española para celebrar las oportunidades que
ofrecía la creciente prominencia de este grupo poblacional para instituciones
españolas que intentaban fortalecer o establecer su presencia en les Estados
Unidos: «DON FELIPE CELEBRA LA PUJANZA DE LO HISPANO EN LA APERTURA DEL
INSTITUTO CERVANTES DE NUEVA YORK. Acompañaron al Príncipe el secretario de
Estado de Cooperación Internacional, Miguel Ángel Cortés, y el Director del Instituto
Cervantes, Jon Juaristi» (Alfonso Armada, 12/10/2003: 61), En efecto,desde su
fundación, el Instituto Cervantes ha considerado a los Estados Unidos (y
Brasil) un objetivo prioritario y ha celebrado la pujanza de lo hispano como un
proceso no sólo demográfico sino de relevancia cultural, económica y política
que facilita sus operaciones de promoción del español y, por ende, como vimos
en la sección anterior, de defensa de los intereses de España (29).
A nadie se le oculta la
importancia estratégica que tiene para cualquier país del mundo definir los
términos de su relación con una potencia económica y militar como Estados
Unidos. Jaime Malet, presidente de la Cámara de Comercio Americana en España,
lo expresaba en los siguientes términos: «España es hoy una potencia intermedia
que ha ganado prestigio internacional por su desarrollo social, político y
económico en los últimos 30 años de democracia. Sin embargo, este desarrollo
inaudito, muy valorado en la Europa continental, sigue sin levantar pasión en
el mundo anglosajón, donde se duda de él (Reino Unido) o se ignora (EE.UU.). Y
sin visibilidad en el mundo anglosajón, especialmente en EE.UU., es muy difícil
que España mantenga sU estatus relativo o lo mejore» Jaime Malet, 20/05/2008:
en línea). Al margen de que se pudiera disputar la opinión de Malet
(condicionada, naturalmente, por su posición), el hecho es que los recientes
gobiernos españoles han cultivado con decisión (si bien en términos muy
distintos unos de otros) la relación con la potencia norteamericana. Fuera de
toda duda está el compromiso del ex presidente del Gobierno José María Aznar
desde la foto de las Azores el 16 de marzo del 2003, donde se escenificó no
sólo el apoyo a la invasión de Iraq sino la voluntad de alineamiento incondicional
con Estados Unidos. Desde el 2004, aunque tras la retirada de las tropas
españolas de Iraq ordenada por el nuevo presidente Rodríguez Zapatero el trato
superficial entre el Gobierno español y la administración Bush ha sido frío,
las relaciones entre ambos países no se han suspendido ni mucho menos. No sólo
España se convirtió en el cuarto inversor extranjero en el 2007 («las
inversiones españolas han crecido aceleradamente en los últimos 5 años hasta
situarnos como su cuarto inversor», según el ministro español de Asuntos
Exteriores Miguel Ángel Moratinos (30)… ) sino que el discurso público
producido por los líderes políticos españoles se muestra inconfundiblemente
abierto a la amistad hispano-estadounidense. En una conferencia pronunciada en
Nueva York ante el Foro de Liderazgo Mundial, Zapatero afirmaba: «Queremos ser
un buen amigo de EE.UU.» (El País, 24/09/2008: en línea).
Si ha habido, en general,
consenso sobre la importancia de mantener una relación comercial sustancial con
Estados Unidos, también lo ha habido sobre la estrategia a seguir para penetrar
el difícil entramado político y el enorme mercado norteamericano: nos referimos
al cuidadoso cultivo de la amistad con la población hispana estadounidense y el
fortalecimiento de las afinidades existentes o potenciales. El ya citado Jaime
Malet opinaba en el mismo artículo: «España tiene, a mi modo de ver, dos
oportunidades históricas para ganar visibilidad y peso en EE.UU. El primero son
los estadounidenses de origen hispano. […] Tener un colectivo tan grande y de
creciente influencia que sin ser españoles sí sienten una cierta afinidad por
España es una gran oportunidad».
Quizás las declaraciones más
directas sobre el interés de España en los latinos estadounidenses fueron
hechas por Aznar durante una visita realizada en 2003. Los siguientes
titulares, tomados de la cobertura de aquel viaje, nos ayudarán a entender los
términos en los que se concebía la relación entre España, los Estados Unidos y
su población latina y la orientación que se esperaba dar a fa acción cultural
exterior en Norteamérica: «Aznar trata de afianzar en Estados Unidos un
liderazgo entre la población hispana» (PeruEgurbide, 08/07/2003: en línea);
«Aznar anima a los hispanos para que acerquen EE.UU. a Iberoamérica y Europa»
(PeruEgurbide, 14/07/2003: en línea); «La pujanza económica y demográfica
configura estas comunidades como un mercado en alza y una fuerza social en
auge» (PeruEgurbide, 08/07/2003: en línea). The Wall Street Journal, en un
reportaje sobre esa misma visita, lo exponía de modo todavía más claro. En un
artículo titulado «As HisTenureWinds Down, Aznar StressesSpain'sTiestoAmericas»
[«Hacia el final de su mandato, Aznar enfatiza los vínculos de España con las
Américas»], se citaban las siguientes palabras del presidente del Gobierno
español: «Quiero que los hispanos de los Estados Unidos sepan que tienen raíces
europeas comunes y una herencia que puede ser tan sólida como la anglosajona:»
(F. Kempe y C. Vitzthum, 16/09/2003). y se comentaba a continuación: «Con razón,
en sólo una década, las compañías españolas han invertido más de 90 millones de
dólares en su expansión por América Latina y hán hablado más y más de utilizar
México como plataforma para entrar al mercado estadounidense».
El ministro de asuntos
exteriores de los gobiernos Zapatero, Miguel Ángel Moratinos, ha descrito una
estrategia similar en este sentido a la planteada por Aznar. En la inauguración
del coloquio «California: raíces, presencia y futuro de la latinidad»,
afirmaba: «El Gobierno de España otorga gran importancia a todas las acciones e
iniciativas que ponen de manifiesto la contribución de nuestro país a la
formación y constitución de los Estados Unidos de América, desde el
convencimiento de que compartimos lazos históricos y unas buenas y estrechas
relaciones políticas y diplomáticas que fortalecen y actualizan las señas de
identidad de la pujante comunidad hispana o latina de Norteamérica. […] La
puesta en valor y difusión de la vertiente española e hispana de la historia de
los Estados Unidos es un patrimonio que compartimos con los estadounidenses que
no sólo debe servir para comprender el pasado, sino para impulsar el presente e
inspirar el futuro. Creo que es un legado útil para la comunidad hispana o
latina y para enraizar sus señas de identidad (31)». La narrativa es clara:
España ha de insistir en el papel que jugó en la «formación y constitución» del
país norteamericano, ha de presentarse como referente identitario para la
población latina y, a partir de estas convergencias históricas y culturales,
posicionarse privilegiadamente ante Estados Unidos de cara al futuro (32).
Las políticas de defensa de
la unidad y promoción, de la lengua que, describíamos en la sección anterior no
han sido ajenas a lo que podríamos llamar la política estadounidense de España
y al proyecto de penetración comercial en Estados Unidos. Valga como muestra la
importancia dada al tema por los congresos internacionales de la lengua
española (los CILE) organizados periódicamente por el Instituto Cervantes, la
RAE (excepto el primero) y agencias lingüísticas, culturales y políticas del
país anfitrión (33). Durante el segundo de estos congresos, celebrado en el
2001 en Valladolid, Enrique V. Iglesias, por aquel entonces presidente del
Banco Interamericano de Desarrollo y en la actualidad Secretario General
Iberoamericano, enfatizó en su conferencia plenaria la importancia de los
latinos: «La población hispana de los Estados Unidos constituye la tercera
entidad económica del mundo latino; […] el español tiene una importante y
creciente impronta en la cultura, las comunicaciones y en el volumen del
consumo de los Estados Unidos» (Iglesias, 2001). Obviamente le interesaba
señalar el valor económico de este sector poblacional; pero el aspecto más
relevante de su intervención para los objetivos del presente ensayo es el papel
que Iglesias le asignaba al español: como seña de identidad que permite aislar
un segmento del amplio mercado estadounidense (construir a los latinos como
consumidores), como marca asociada al valor de ciertos productos (el valor que
se pueda derivar de, por ejemplo, publicitar una mercancía en español) y,
finalmente, como producto mismo (el español como lengua extranjera, la
traducción, la interpretación y servicios relacionados).
Es importante resaltar que el
propio lenguaje utilizado por la prensa en el tratamiento del tema revela la
estrategia de los agentes españoles de jugar un papel activo en la
configuración de la identidad del latino estadounidense: «Aznar trata de
afianzar en Estados Unidos un liderazgo», «Aznar anima a los hispanos», «El
objetivo del príncipe de Asturias es demostrar a los latinos […], «El príncipe
de Asturias recordó a los latinos de Estados Unidos que formaban parte de un
mundo de 400 millones de personas». Hay que convencerlos no sólo de que el
español es una lengua valiosa sino también de que es el pilar central de una
comunidad panhispánica a la cual pertenecen y en la cual España es un benévolo
primus inter pares. Estamos ni más ni menos que ante la promoción, desde el
ámbito de la política y la actividad empresarial, de la hispanofonía, la
ideología lingüística que representa el español como elemento constitutivo de
una comunidad unitaria y armónica que justifica un proceso de integración.
Como vimos arriba, la RAE ha jugado un
papel protagónico en la promoción de la hispanofonía. El fortalecimiento de la
Asale y la tan publicitada colaboración con las academias americanas en la
elaboración del diccionario, ortografía y gramática han sido la base de una
campaña de imagen en la que la Asale y el idioma que custodia se presentan como
iconos en una comunidad panhispánica caracterizada por la comunicación
armónica. Poco se sabe aún del papel jugado por estas agencias en la promoción
de la hispanofonía en Estados Unidos, poco clara está todavía su contribución
al despliegue de la estrategia de acercamiento a la población latina
estadounidense. Pero no olvidemos los esfuerzos que se hacen por recordarles un
pasado compartido y por naturalizar la extensión en territorio norteamericano
de la comunidad panhispánica: «La presencia latina en los Estados Unidos no es
un fenómeno nuevo, sino que se remonta al siglo XVI en el Sur, Sudoeste y Oeste
norteamericanos, desde Florida a California, pasando por Texas, Luisiana o
Nuevo México. Tiene hondas raíces históricas en la exploración y poblamiento de
esos territorios, que han sido escenario de episodios de enorme trascendencia»
(Moratinos, cit. en España. Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación,
2008: 23 (34)…) Los académicos de la lengua no han sido ajenos a ese proceso de
naturalización y han insistido, como el ministro español, en afirmar la
continuidad histórica y geográfica entre el español hablado en Estados Unidos y
el resto de las variedades: «Se trata además de una lengua privilegiada, pues
es de una unidad muy trabada -desde el sur de Estados Unidos hasta la
Patagonia, el 90 por ciento del léxico es común, así como la sintaxis, la
gramática y la ortografía» (Víctor García de la Concha, director de la RAE, en
La Vanguardia, 09/01/2008, monográfico «Aprendiendo a exportar contenidos
culturales para el mundo» (35)…)
Conciencia de la importancia
que para el proyecto panhispanista tiene la acción académica en Estados Unidos
sí que la hay. Recordemos las declaraciones de Gerardo Piña Rosales en enero
del 2008 al ser elegido director de la Academia Norteamericana de la Lengua
Española (ANLE) (36): «Nuestra Academia, con sede en Nueva York, se encuentra
en el ojo del huracán» Juan Luis Tapia, 05/03/2008: en línea (37)…) Ahora bien,
¿qué perspectivas hay de que el entorno de la RAE opere con eficacia en la
seducción identitaria de la población latina, tal como exige la estrategia de
la diplomacia española? ¿Qué posibilidades hay de que intervengan activamente
en la producción de un sistema cultural y un mercado lingüístico autónomo en el
seno de la sociedad estadounidense? ¿En qué medida le podrán ofrecer a los
latinos recursos lingüísticos que respondan a sus necesidades y anhelos y una
auténtica alternativa, un modo de concebir el lenguaje y la cultura distinto
del que pone a su disposición la sociedad norteamericana? Son, estas, preguntas
en exceso generales y ambiciosas. No nos proponemos, claro está, darles
respuesta; pretendemos más bien desplegarlas como telón de fondo frente al cual
iniciar una reflexión sobre el papel hasta ahora jugado por estas agencias en
los Estados Unidos.
5. El complejo perfil sociolingüístico de
los latinos
5.1. El repertorio plurilectal
Al hablar del español en Estados Unidos,
hay que poner por delante el hecho de que la población latina se caracteriza
por su extraordinaria heterogeneidad: son de muy diversos orígenes nacionales,
llevan diferentes períodos de tiempo en el país, pertenecen a grupos raciales
distintos, presentan niveles diferentes de escolarización y ocupan posiciones
diversas en la estructura socioeconómica del país (aunque los latinos tiendan a
tener niveles de ingresos bajos). Según datos hechos públicos por la oficina
del censo en el 2006, de la población latina estadounidense (que superaba ya
los 44 252 000), son mexicanos o de origen mexicano el 64 %, puertorriqueños el
9 %, centroamericanos el 7,6 %, suramericanos el 5,5 %, cubanos el 3,4 % y
dominicanos el 2,8 %. Un 7,7 % seleccionaron la opción «OtherHispanic», Esta
diversidad de orígenes, así como complejas experiencias vitales tales como la
emigración, la adaptación a un nuevo entorno, el aprendizaje de nuevas formas
de comunicación, el posicionamiento marginal en la estructura étnico/nacional
de la sociedad estadounidense y, a veces, la difícil relación con el país de
origen (propio o de los antepasados), deben bastar para frenar el impulso de
hacer generalizaciones simplificadoras sobre la identidad latina. Con la
lucidez que la caracteriza, Ana Celia Zentella -intelectual latina neoyorquina
de ascendencia mexicana y puertorriqueña, antropóloga y sociolingüista-
describe así este complejo entramado identitario: «L@slatin@s también cruzan
las fronteras nacionales para unirse al colectivo de la sociedad estadounidense
en su pasión por el béisbol y otros entretenimientos nacionales y, sobre todo,
en su apoyo a las instituciones democráticas, Desplazarse de una a otra
identidad -por ejemplo, una ligada a una nación concreta de Latinoamérica, otra
ligada a los ideales de los Estados Unidos y otras identificadas con ciudades,
barrios, "bloques" y clasificaciones individuales de género, raza y
clase- es normal entre l@slatin@s de EE.UU.» (Zentella, 2002: 321 (38)…)
Esta diversidad, que se
traduce en la presencia de múltiples variedades dialectales y sociolectales del
español (hay incluso quienes traen en su repertorio lingüístico lenguas
indígenas como el zapoteco o el mixteco), no ha de ser entendida sólo como un
fenómeno macro, es decir, como una característica de la población hispana en su
conjunto, que desaparece al observar comunidades más pequeñas de un mismo
origen nacional. Incluso en estas encontramos un alto grado de variación.
Utilicemos como ilustración
el trabajo realizado por la misma Zentella (1997) en El Barrio de Nueva York,
el clásico enclave puertorriqueño de la sección Este de Harlem (hoy en vías de
rápida transformación ante la llegada, por un lado, de inmigrantes mexicanos,
muchos de ellos poblanos, y por otro, de jóvenes profesionales anglohablantes
monolingües de clase media y media alta). En su estudio, Zentella concluía que
describir el perfil sociolingüístico de El Barrio afirmando que se hablan dos
lenguas (el español y el inglés) sería una escandalosa simplificación de la
realidad. Más que de bilingüismo convendría hablar de un amplio repertorio
plurilectal integrado por las variedades estándar y popular del español
puertorriqueño, por el español de los hablantes nativos de inglés, por el
inglés estándar, afroamericano y puertorriqueño de Nueva York y por él inglés
hispanizado (Zentella, 1997: 41-48). Y no sólo eso, añadía, sino que una
descripción ajustada a la realidad no debería consistir en la identificación de
una serie de situaciones o contextos y las variedades que se correspondieran
con cada una. El comportamiento verbal de los puertorriqueños de El Barrio se
describiría mejor identificando las redes de interacción social en que cada
individuo se mueve y subrayando que, aunque en cada red tiende a predominar una
variedad, es común que en todas ellas aparezcan diversas variedades.
5.2. Los efectos del contacto
La influencia del inglés en las
variedades del español usadas por los latinos se manifiesta en múltiples
procesos, la mayoría de los cuales afectan al léxico. Encontramos por ejemplo
palabras del inglés adaptadas a la estructura fónica del español: «nais» (del
inglés nice) , «bil» (del inglés bill) o «jolope» (del inglés hold up) se
utilizan donde otras variedades del español utilizarían «amable», «factura» o
«atraco» respectivamente. Encontramos también palabras que, siendo
fonéticamente similares pero semánticamente distintas en español e inglés,
asumen en la situación de contacto el significado que tienen en inglés: se
puede usar «librería» (en inglés library) o «papel» (en inglés paper) donde
otras variedades del español utilizarían biblioteca o periódico/diario
respectivamente. Otro importante aspecto del perfil lingüísticó de los latinos
es la alternancia de códigos, que consiste en la inserción de palabras, frases
u oraciones de una lengua x en un texto oral o escrito en que se está
utilizando como matriz la lengua Y. Valga como ejemplo de este fenómeno la
siguiente oración (extraída del corpus de Zentella, 1997: 180): «I rememberwhen
he wasborn que nació bien prietito, que he was real black and myfathersaid que
no era hijo del because era tan negro» («Me acuerdo que cuando nació, nació muy
negrito, que era muy negro; y que mi padre dijo que no era hijo suyo porque era
tan negro»).
Se suelen aducir varias
razones para condenar tanto el intercambio de códigos como la adopción de
neologismos procedentes del inglés: se considera que es reflejo de un
conocimiento deficiente de ambas lenguas, que condena a la marginación al
individuo que lo exhibe y que constituye una amenaza para la salud lingüística
de la comunidad (véase abajo la sección sobre el discurso del entorno de la
RAE). Aunque no entraremos aquí a discutir las abundantes investigaciones sobre
este tan común fenómeno, señalaremos que la sociolingüística contemporánea ha
rechazado la validez de tales críticas y que ha insistido en que la alternancia
de códigos es sistemática y está regida por reglas, y que el habla así
producida está dotada del mismo potencial expresivo que cualquier otro dialecto
o lengua homogéneos (39). La alternancia de códigos y la adopción de
neologismos puede efectivamente deberse a un desconocimiento o a un
conocimiento parcial de las variedades estándar de ambas lenguas. Pero incluso
en estos casos, el potencial expresivo del individuo que así habla y su capacidad
para el uso elocuente del lenguaje no son limitados; desde luego no más
limitados que la expresividad y elocuencia de un monolingüe, por muy estándar
que sea su variedad. Pero el caso es que muchos individuos plurilingües
utilizan el intercambio de códigos (consciente o inconscientemente) como un
recurso comunicativo, como un mecanismo de interacción, y no como solución
circunstancial a una supuesta deficiencia lingüística que de hecho no padecen.
En otras palabras, hay gente que, aun dominando ambas lenguas, optan en ciertas
situaciones y contextos por las prácticas de contacto.
Insistiremos una vez más en
que este tipo de modificaciones del habla en situaciones de contacto
lingüístico (la incorporación a una lengua de palabras e incluso estructuras
gramaticales de otra) es un fenómeno normal y probablemente inevitable, y la
influencia entre lenguas en contacto (ya sea mutua o unidireccional) no es, en
principio, perniciosa en ningún sentido. El hecho de que un hispanohablante que
se instala por ejemplo en Nueva York vaya incorporando a su habla palabras y
expresiones del inglés es simplemente un indicio de que está inmerso en un
mundo cultural y lingüísticamente complejo y que está respondiendo a las
necesidades comunicativas de ese contexto. Este tipo de modificación del habla
no implica que el sujeto en cuestión sea incapaz de retornar a su habla
anterior (previa a la influencia del inglés) dadas las circunstancias
apropiadas. Dicho de otro modo, todos los seres humanos somos plurilectales (y
la inmensa mayoría plurilingües) y adaptamos nuestras prácticas lingüísticas a
las situaciones en que nos hallamos. De igual modo, es normal que un latino
nacido en Nueva York aprenda una variedad influida por el inglés que satisface
sus necesidades comunicativas en determinados contextos (en el seno de la
familia, por ejemplo), sin que esto impida que, en el curso de su vida, aprenda
otras variedades del español no influidas por el inglés si se dan las
condiciones necesarias. De la sociedad y del sistema educativo -y, en menor
medida, del entorno familiar- depende que se pongan a disposición de la
juventud latina recursos que les permitan aprovechar y extender su amplio
repertorio plurilectal para que este incluya tanto las variedades de contacto
como las variedades usadas en el país de origen y, por supuesto, los registros
cultos del idioma que le permitan moverse con soltura en el mayor número de
campos posible. Ciertamente, los discursos que condenan las hablas de contacto
poco conducen a estimular a los jóvenes latinos a que mantengan el español e
intenten ampliar el repertorio de lectos de esta lengua que manejan. El efecto
de estos discursos puristas condenatorios es justamente el de generar
inseguridad lingüística e inhibir el uso del español por temor a ser etiquetados
de ignorantes. No debe extrañar entonces que las prácticas lingüísticas propias
de una situación de contacto entre español e inglés se reifiquen, se etiqueten
(se les llame, por ejemplo, «espanglish») y se conviertan en un símbolo de una
identidad latina que se conforma en los márgenes de la sociedad norteamericana
y, a la vez, del mundo hispanohablante.
5.3. Repertorio plurilectal, prácticas de
contacto e identidad
No hay duda de que las prácticas que
resultan del contacto entre español e inglés (y las experiencias y saberes que
las hacen posibles) son, al menos para un sector de la población latina, algo
más que simples estrategias de interacción verbal; se han convertido también,
como enseguida veremos, en un capital altamente valorado en ciertos mercados y
en un signo de pertenencia a un colectivo que refleja icónicamente los
múltiples mundos en que se desarrollan sus vidas y las complejas lealtades que
en el curso de las mismas van forjando (Urciuoli, 1996; Zentella, 1997). Quizás
una de las declaraciones más emblemáticas de esta conexión entre las hablas de
contacto y la identidad latina sea la de Gloria Anzaldúa en su clásico
Borderlands/La Frontera: «Para una gente que ni es española ni vive en un país
donde el español es la primera lengua; para una gente que no es anglosajona
pero vive en un país donde el inglés es la lengua dominante; para una gente que
no se puede identificar completamente ni con el español estándar (el formal,
castellano) ni con el inglés estándar, ¿qué recurso les queda sino crear su
propia lengua? Una lengua con la que poder conectar su identidad, capaz de
comunicar realidades y valores propios, una lengua con palabras que no son ni
español ni inglés sino ambas. Hablamos un patois, una lengua partida en dos,
una variante de dos lenguas» (Anzaldúa, 1999: 77). La posición representada por
esta escritora afirma una cultura latina comprometida no con una lengua sino
con una multiplicidad de normas que reflejan la heterogeneidad del grupo y su
dislocada posición frente a nociones estáticas de lengua e identidad dominantes
tanto en la sociedad estadounidense como en los países hispanohablantes (véase
más adelante la discusión de la monoglosia, § 7).
Este tipo de prácticas y su
representación como fuente de identidad pueden alcanzar un alto grado de
visibilidad y ser reificadas y utilizadas como instrumentos políticos o
recursos económicos. IlanStavans, por ejemplo, catedrático de español y cultura
latina y latinoamericana en una importante universidad de Massachusetts
(Amherst College), ha intentado legitimar estas prácticas lingüísticas. Stavans
ha optado por iniciar un proceso de domesticación que en realidad las reduce y
desvirtúa al aplicarles las cómodas categorías descriptivas y operativas
(«diccionario», «traducción») propias de las lenguas en sentido convencional:
dice estar trabajando en un diccionario de espanglish y ha publicado una
versión en espanglish del primer capítulo de El Quijote (Stavans, 2003). Sus
esfuerzos, aunque frecuentemente ridiculizados (y no sólo por los puristas de
la RAE), han servido desde luego para llamar la atención de los medios de
comunicación y para que Stavans se convierta en referencia casi inevitable en
las discusiones públicas del tema. Desgraciadamente no está tan claro que sus
intervenciones hayan servido para legitimar las hablas de contacto y por tanto
se hayan traducido en acción política transformadora (parece pertinente aquí
aquel verso en que Nicanor Parra sugiere que la transgresión no es tirarles
piedras a los pájaros sino pájaros a las piedras (40)…) Otro ejemplo de
utilización simbólica del espanglish, de resignificación de estas prácticas
lingüísticas, nos lo ofrece Daniel Villa, catedrático de lingüística hispánica
en New MexicoStateUniversity, quien en el 2001 pronunció la conferencia
presidencial en el congreso de la LinguisticAssociation of theSouthwest en
Puebla, México, alternando el inglés y el español y haciendo uso de neologismos
léxicos propios del contacto entre las dos lenguas. De esta manera, hacía del
acto una suerte de declaración política que desafiaba las convenciones
lingüísticas académicas (Villa, 2001). Fijémonos, finalmente, en la popularidad
y éxito internacional del reggeatón, estilo musical híbrido que combina ritmos
diversos y letras que mezclan español e inglés y que nos ofrece un interesante
ejemplo de otra ramificación del fenómeno: la mercantilización de formas de
expresión cultural no sólo cercanas a las hablas de contacto sino
inexorablemente ligadas a ellas. D.J. Nelson, uno de los creadores del género,
describía el proceso con absoluta claridad; «Hace diez años, el reggaetón era
música; ahora es un negocio» (Mireya Navarro, 17/07/2005).
Este conjunto de fenómenos
-que, para bien o para mal, se designa coloquialmente como espanglish- ha
llamado poderosamente la atención de los medios de comunicación y, cómo no, del
entorno de la RAE, que, con frecuencia, por su condición de vigilante de la
unidad del idioma; se siente obligado a intervenir. Y lo hace casi siempre en
términos condenatorios y en general, como veremos, sorprendentemente ajenos a
la realidad sociolingüística en que viven los latinos.
6. La RAE ante la complejidad lingüística
de los latinos
Entre las estrategias que encontramos en
los esfuerzos por negar la legitimidad del espanglish se encuentra la negación
de su existencia y la atribución de artificialidad: «el presidente de la Real
Academia Española, Víctor García de la Concha, […] [sostiene] que el spanglish
"no es un idioma ni un dialecto, sino un experimento de laboratorio"»
(Flavia Costa, 06107/2002: en línea); «[Según García de la Concha] en esta
sección [del II Congreso de la Lengua Española] se discutirá sobre la norma
hispánica, el español de América y de Estados Unidos -"se aclarará siempre
que el spanglish sólo existe en el marketing o, mejor dicho,
mercadotecnia"» (Francesc Relea, 20106/2001: en línea).
Humberto López Morales,
secretario de la Asociación de Academias de la Lengua Española, insistía en
otra ocasión en la falta de valor del espanglish y predecía un ruinoso futuro
para sus hablantes: «[López Morales] dice que el spanglish es una ruina y un
fracaso. "Hoy lo que la gente quiere es hablar bien español y hablar- bien
inglés, los dos idiomas"» (El País, 23/07/2004: en línea). Otro episodio
en el que se manifestaba el mismo tipo de visión había ocurrido unos años antes
en un acto académico en una universidad de New Hampshire, en Estados Unidos.
Según El País, la profesora Beatriz Pastor de la universidad anfitriona afirmó
lo siguiente: «[E]l spanglish no es ni una aberración ni una catástrofe, sino
algo que fuerza la transformación del monolingüismo del poder» (Ricardo M. de
Rituerto, 23/11/2000: en línea). A lo cual respondió Antonio Garrido, por aquel
entonces director de la sede neoyorquina del Instituto Cervantes: «Dígase lo
que se diga, el Spanglish no es una lengua canónica ni intelectual, y ningún
documento serio de investigación será escrito jamás en Spanglish; […] O se
escribe en español o se escribe en inglés» (ib.).
El ya fallecido Fernando
Lázaro Carreter, que dirigió la RAE durante varios años, abrió una de sus
famosas columnas en El País (07/04/2002: en línea, y F. Lázaro Carreter, 2003:
197-202) sobre cuestiones lingüísticas reproduciendo un anuncio por palabras
tomado de una revista automovilística de Oregón, Estados Unidos: «No Credito
Malo buen Credito todos reciviran el buen trato que se meresen Aquí en Broadway
Toyota Fabor de hablar para su cita al # […] Pregunte Por el Señor NoeENriquez
Que estara a sus ordenes acistiendo ala comunida Hispana. Se habla español».
Tras lo cual Lázaro afirmaba lo siguiente: «Un paisano que ha estado en
semejante lugar me envía una página con ese aborto de final tan patético, para
no tener que creerlo a pura fe. ¿Quién está interesado en mantener a muchos
hispanos en tanta indigencia mental?,» (ib.: 197). No era infrecuente que en
sus intervenciones públicas Lázaro insistiera en la conexión entre capacidad
intelectual y uso correcto del lenguaje. En una entrevista realizada en 2001
declaró que «si se empobrece la lengua, se empobrece el pensamiento» Javier
Rodríguez Marcos, (13/10/2001). Ante la pregunta de si el espanglish amenazaba
la unidad del español, respondió: «Tampoco es mayor peligro. No alcanza los
medios de comunicación hispanos. Es, eso sí, un fenómeno muy duradero que se
renueva continuamente. Hay, por otro lado, muchos hispanos con conciencia clara
de que el español, aunque sea para rechazarlo, pertenece a aquello que quieren
dejar atrás. Lo importante es que exista esa conciencia, aunque sea para hablar
un buen inglés, porque eso es también bueno para el español. Evita la
contaminación entre los dos idiomas. El spanglish es un gesto de afirmación
personal sin conciencia. A alguien que dice lookear por mirar y rentar por
alquilar le da lo mismo la lengua. Sólo quiere hacerse entender» (ib.).
Eran palabras de peso las de
Lázaro y aun hoy se oyen ecos de las mismas. Sin ir más lejos, el actual
director de la ANLE, declaraba en una entrevista concedida tras su nombramiento
a un diario granadino: «[El "spanglish"] no es una lengua sino una
jerga, híbrida, espuria, por la sencilla razón de que las personas que lo
emplean no tienen una conciencia lingüística, porque de lo que se trata es de
comunicarse, de sobrevivir en un medio a veces hostil. El "spanglish"
disminuirá a medida que los hispanos tengan acceso a la educación, y gracias a
ella puedan llegar a dominar bien su propia lengua y, por supuesto, el inglés»
(Juan Tapia, 05/03/2008: en línea).
Algunos de los guardianes de
la lengua, como, por ejemplo, Gregorio Salvador, miembro destacado de la RAE,
se han preocupado en tal extremo por la contaminación lingüística que han
llegado incluso a hacer alarmantes advertencias contra el bilingüismo:
«GREGORIO SALVADOR ALERTA SOBRE LOS DAÑOS QUE CAUSA EL BILINGÜISMO. […] El
académico dijo que en las comunidades autónomas bilingües hay personas que
"hablan una lengua mezclada o contaminan la suya", lo que "acaba
estropeando las dos" […] Quitó importancia al fenómeno del spanglish que,
en su opinión, no pasa de ser "lo que hablan los inmigrantes que no acaban
de hablar inglés"» (El País, 07/09/2004: en línea (41)…)
7.· Las raíces del discurso condenatorio
Para profundizar más en la reflexión
sobre las prácticas lingüísticas de los latinos y las actitudes exhibidas por
los miembros de la RAE y su entorno en el contexto descrito en las primeras
secciones de este ensayo, se hace necesario avanzar algunos conceptos generales
sobre la relación entre el lenguaje y la identidad cultural. Es bien conocida
esta vinculación y el valor que las prácticas lingüísticas (o su cristalización
en forma de lenguas) puedan tener para el desarrollo de una conciencia cultural
común. Definiremos aquí la identidad cultural como la conciencia de pertenecer
a una entidad colectiva constituida por individuos que de algún modo son
similares por compartir ciertos valores y pautas de conducta. Esta conciencia
se forma y se mantiene por medio de una serie de instituciones culturales y
políticas y por medio de la participación en actos de lealtad hacia los símbolos
que representan a la comunidad en cuestión. Las instituciones culturales
tienden a desarrollarse desde la observación de prácticas sociales y surgen
cuando las gentes toman conciencia de la existencia de patrones de conducta
comunes. Las instituciones culturales incluyen, entre otras, la interacción
verbal, las pautas de organización de la familia, de la amistad o de la
cooperación económica, las tradiciones gastronómicas y musicales, y las
representaciones del espacio comunitario (imágenes de la tierra, por ejemplo,
institucionalizadas por pintores, fotógrafos o cineastas). Las políticas, por
su parte, nacen en el seno de una sociedad para coordinar acciones colectivas y
tienden a contribuir al desarrollo de la identidad cultural desde arriba. Su existencia,
además de articular la vida colectiva, genera prácticas comunes que crean y
refuerzan la conciencia de pertenecer al grupo. Este tipo de instituciones
incluyen oficinas de gobierno, partidos políticos, escuelas u organizaciones
vecinales. Finalmente, los símbolos, tercer componente de la identidad cultural
de una comunidad, carecen de una relación natural con los patrones de conducta
asociados a la supervivencia, a la relación con el entorno o a la acción
política, y cumplen exclusivamente una función identificadora. Los típicos de,
por ejemplo, la identidad, nacional son las banderas y los himnos.
Los discursos dominantes
sobre cuestiones lingüísticas y, más concretamente, sobre la relación entre
lengua e identidad están basados en un modelo de pensamiento que llamaremos
monoglósico y que está fundado sobre dos principios: el de localización
gramatical y el de convergencia. El primero afirma que lo que caracteriza
lingüísticamente tanto a un individuo como a una comunidad es la posesión de
una gramática bien definida, mínimamente variable y relativamente estable (lo
que comúnmente entendemos por lengua). Según el pensamiento monoglósico, tal
gramática reside en la mente cuando del individuo se trata y en entidades
abstractas tales como sociedad o cultura cuando se habla de una comunidad (42).
El segundo principio que define el pensamiento monoglósico es el de
convergencia. Según este principio, las prácticas lingüísticas de los miembros
de una comunidad tienden inevitablemente a homogeneizarse como resultado de la
presión ejercida por las normas dominantes, es decir, por las normas de uso que
se legitiman y proyectan desde las posiciones o instituciones vinculadas al
ejercicio del poder en el seno de la comunidad en cuestión. Como resultado de
la preeminencia de la monoglosia, lingüistas y profanos igualmente han sido
excesivamente propensos a aceptar que la variacién dialectal tiende a disminuir
con el tiempo (eso sí, sin desaparecer totalmente) por medio de un constante
proceso de focalización. Los contextos plurilingües resultan particularmente
incómodos para quienes asumen la monoglosia no como una forma de caracterizar
ciertas comunidades que exhiben un grado relativamente bajo de variación
lingüística sino como una forma superior de orden lingüístico y con frecuencia
moral. Vimos arriba abundantes ejemplos del modo en que la monoglosia se
manifiesta en el discurso con que miembros destacados de la RAE y de laAsale
caracterizan las prácticas lingüísticas de la población latina estadounidense.
López Morales, por ejemplo, afirmaba que «lo que la gente quiere es hablar bien
español y hablar bien inglés, los dos idiomas»; Antonio Garrido repetía la
misma idea: «o se escribe en español o se escribe en inglés»; Lázaro Carreter,
más sutil, invalidaba las prácticas en las que se siente violado el principio
de focalización: «Lo importante es que exista esa conciencia, aunque sea para
hablar un buen inglés, porque eso es también bueno para el español. Evita la
contaminación entre los dos idiomas»; y más recientemente, Gerardo Piña,
director de la ANLE, expresaba casi literalmente el principio de convergencia:
«El "spanglish" disminuirá a medida que los hispanos tengan acceso a
la educación».
La proyección ideológica de
estos principios (la naturalización como universal de algo que de hecho está
ligado a condiciones contextuales) ha influido también en la percepción de las
comunidades plurilectales (en las que coexisten múltiples lenguas y/o
dialectos) como situaciones relativamente antinaturales inevitablemente
abocadas a atravesar un proceso de eliminación de variedades y de convergencia
en la gramática focalizada dominante. La ideologización de la monoglosia como
una situación natural elide los efectos del poder y la desigualdad en el
desarrollo lingüístico de una comunidad.
Volvamos por un momento al
andamiaje institucional de la conciencia identitaria propuesto arriba para
explorar su relación con el pensamiento monoglósico. Hemos visto que el
lenguaje puede ser una institución cultural cuando los hablantes, al cobrar
conciencia de la existencia de pautas comunes de comportamiento lingüístico,
las interpretan como señas de identidad colectiva. Las lenguas, en concreto las
lenguas oficiales, pueden también estar asociadas con las instituciones
políticas cuando se convierten en el medio de comunicación oral y escrita en el
seno de esas instituciones. Pero las lenguas (oficiales o no), reificadas y
aisladas conceptualmente de las prácticas, llegan con frecuencia a convertirse
en símbolos de la comunidad, jugando en tales casos un papel similar al
desempeñado por banderas e himnos. Una de las consecuencias del pensamiento
monoglósico ha sido la identificación (¿confusión?) del lenguaje como
institución cultural -como praxis- con la lengua como símbolo de la colectividad.
Como resultado de esta identificación, se ha supuesto la necesidad de que
exista una semejanza formal entre el símbolo (la lengua) y la institución
cultural (las prácticas lingüísticas). Así, el símbolo -la lengua estandarte-
convertido ahora en modelo de conducta -lengua estándar- proyecta sobre las
prácticas lingüísticas un juicio moral, una mirada punitiva que castiga
cualquier desviación con los severos estigmas de la deslealtad y la indigencia
mental. En los belicosos discursos que el entorno de la RAE produce sobre las
prácticas lingüísticas de los latinos (en concreto, sobre las prácticas que se
desvían de la norma) se manifiestan con claridad las visiones monoglósicas del
lenguaje y se intuye asimismo la intervención de los proyectos glotopolíticos y
geopolíticos en que se inscribe la acción de las academias de la lengua. En
aquellas diatribas, los latinos (y los hispanohablantes en general) reciben
serias advertencias contra los peligros de la mezcla y la descuidada adopción
de anglicismos. Al escenificar estas severas condenas, los agentes de la RAE y
la Asale se erigen en vigilantes no sólo de las fronteras del idioma sino del
orden económico, político y moral que representa; protegen la mina lingüística
(nuestro petróleo, se le ha llamado), afirmando su autoridad sobre esta valiosa
materia prima y por tanto su capacidad para controlar la comunidad/mercado que
en torno a ella se pueda construir.
8. A modo de conclusión
Si la era de las naciones hizo del
español una lengua, un sistema de comunicación altamente codificado y una seña
de identidad colectiva, en la era global (como el reggeatón) ha adquirido una
tercera dimensión: «[l]o que puede ser el español, o lo que es de hecho ya, es
un negocio» (Juan Ramón Lodares, cit. en El País, 09/02/2005: en línea). Sin
duda alguna, la lengua española está dotada de un extraordinario valor por
servir de base potencial de la comunidad panhispánica y por su condición de
mercancía lingüística que se cotiza al alza en los mercados internacionales.
Las agencias españolas de política lingüística y sus colaboradores en la
América hispanohablante están decididos a controlar su poder simbólico y
explotar su rentabilidad económica. Y como hemos visto en este ensayo, Estados
Unidos es un mercado estratégico en este proyecto. Juan Ramón Lodares, profesor
de la Universidad Autónoma de Madrid hasta su prematuro fallecimiento,
comprometido defensor de la mercantilización de la lengua, afirmaba lo
siguiente durante la presentación de uno de sus libros: «En Estados Unidos [el
español] es un idioma que hace ganar dinero» (El País, 09/02/2005: en línea).
Para las agencias españolas de política lingüística y para aquellos cuyos
intereses representan, esto requiere la defensa de la unidad de un mercado que
incluya a los latinos y la posesión legítima, ante este mismo sector de la
población estadounidense, del cetro de autoridad lingüística que simboliza su
poder. Las prácticas verbales de los latinos desplegadas en un dinámico
contexto de contacto lingüístico y cultural, su cristalización como signos de
complejas identidades e hibridaciones, su instrumentalización (de las hablas de
contacto y de las identidades asociadas) comercial y política por agentes
económicos que operan en el seno de la feroz lógica mercantil y consumista
estadounidense y, en definitiva, el clima político del país (más que reacio al
reconocimiento oficial del bilingüismo e históricamente aferrado a una doctrina
asimilacionista hostil al mantenimiento de la lengua materna de los
inmigrantes) plantean serios desafíos para este proyecto.
Pero un desafío mayor, un
desafío más profundo, pudiera estar en el mismo corazón de la hispanofonía.
Mientras que algunos piensan en la difusión internacional del inglés como una
oportunidad histórica para la comunicación global (Crystal), otros interpretan
su dominio como un signo de la hegemonía que ejerce Estados Unidos sobre los
mercados culturales internacionales (Phillipson). Al igual que la comunidad de
hablantes de francés (y de portugués y de alemán y de catalán), la comunidad de
hispanohablantes ofrece la posibilidad de crear un sistema alternativo de
producción y circulación no sólo de modelos de organización política y
económica sino también de formas de expresión cultural, abre la oportunidad de
avanzar estrategias para combatir colectivamente las tendencias de
estructuración unipolar del mundo que tan devastadoras consecuencias han tenido
en la última década. Sin embargo, como el análisis aquí presentado apunta, es
crucial determinar si la hispanofonía se convertirá en una auténtica
alternativa al modelo cultural y económico anglosajón dominante o si será un
simple competidor/socio que, usando la amenaza del dominio inglés como
coartada, acabe por promover los mismos modelos con los mismos objetivos. Para
la población latina estadounidense pocas ventajas ofrecería verse custodiada
por el mismo perro con distinto bozal.
6. «Política del lenguaje y geopolítica:
España, la RAE y la población latina de Estados Unidos»
José del Valle
1. Quiero expresarles mi agradecimiento a
Silvia Senz y Montse Alberte por haberme incluido en el proyecto y por su
extraordinaria labor como editoras. También doy las gracias a Ana Nuño, quien,
hace años ya, me animó a escribir un ensayo sobre el español en Nueva York para
la revista Quimera, y a Clare Mar-Molinero y Miranda Stewart por publicarme en
Globalization and Language in theSpanish-SpeakingWorld un artículo sobre estas
cuestiones. En este ensayo retomo asuntos tratados en aquellos.
2. Todas las traducciones a lo largo del
ensayo son mías.
3. Sobre la historia glotopolítica de los
Estados Unidos se puede leer Baron (1991) o Crawford (1992).
4. Cf.
<http://www.us-english.org/inc/>.
5. Véase especialmente el capítulo 9.
Está disponible en español: ¿Quiénes somos? Los desafíos a la identidad
nacional estadounidense, Barcelona: Paidós Ibérica, 2005.
6. El idioma tiene generalmente dos
nombres: castellano y español. Adopto el segundo en este ensayo por ser el de
uso más general en el entorno cultural desde el que escribo. Sobre el problema
del nombre del idioma se puede consultar el clásico de Amado Alonso de 1943 o
el libro más reciente de MondéjarCumpián (2002).
7, Organización dedicada a la
investigación de temas relacionados con la población latina de Estados Unidos;
cf. <http://pewhispanic.org/>.
8. En Estados Unidos se discute la
propiedad de los términos hispanic y latino.
El primero fue adoptado por
la oficina del censo y su uso se ha generalizado. El segundo tiende a ser
abrazado, con distintos argumentos, por intelectuales y activistas vinculados a
la causa de la defensa de los derechos e intereses de este sector de la
población estadounidense. Latino empieza también a extenderse por otros ámbitos
tales como el de los medios de comunicación y el márquetin. En gran medida esta
variación y los parámetros que la condicionan se han transferido al español,
donde hispano y latino alternan de manera similar a la de sus equivalentes
ingleses. En este ensayo, cuando la voz de la enunciación sea mía, usaré
latino.
9. Cf.
<http://www.census.gov/prod/2003pubs/c2kbr-29.pdf> y <http://www.
census.gov/population/www/socdemo/hispanic/hispanic_pop_presentation. htmb.
10. La población latina estadounidense
era de 9 600 000 (4,7 % del total) en 1970. Se preveía que en 2010 superaría
los 47000000 (15,5 % del total). Los datos se pueden consultar en
<http://www.census.gov/population/
www/socdemo/hispanic/hispanicpop_presentation.html> .
11. V. Fogelquist, 1968; Pike, 1971;
Rama, 1982, y Sepúlveda, 2005.
12. Véase también, en esta misma obra, S.
Senz, II: 149-274. (N. de las Eds.)
13. Cito aquí de las Obras completas.
14. Al referirse a México, Alvar
recordaba el primer Congreso de Academias de la Lengua Española que tuvo lugar
en ese país en 1951 por iniciativa del presidente Miguel Alemán. Véase el breve
tratamiento de ese congreso que se hace más adelante en el presente ensayo.
Diremos aquí que las palabras de Alvar distan mucho de hacer justicia al
espíritu del discurso inaugural que en el congreso pronunció el presidente
mexicano (y que se puede leer en las Memorias del congreso).
15. Para un tratamiento más detallado de
estas polémicas se puede consultar J. del Valle y Gabriel-Stheeman (2004) y
Rama (1982).
16. Véase el estudio de Moré, 2004.
17. Un tratamiento de las generaciones
argentinas del XIX Y su visión de la lengua lo ofrece Rosenblat (1960). Más
recientes son Ennis (2006) y algunos de los estudios en González (2008).
18. De hecho, al correr de los años todos
los países de la América hispanohablante -incluido Estados Unidos- acabarían
por formar su academia de la lengua. Cuestión aparte es el grado de
reconocimiento y prestigio que las academias tengan en sus respectivos países.
Véanse López Morales (1995), Guitarte y Torres Quintero (1968) o Zamora Vicente
(1999).
19. Véase el capítulo 4 en J. del Valle y
Gabriel-Stheeman, 2004.
20. Cito de la reproducción de aquellos
artículos en Disquisiciones, publicado años después.
21. Los detalles de esta visita se pueden
consultar en el Boletín de la Real Academia Española, tomo xxx, cuaderno CXXXI
(septiembre-diciembre, 1950), pp. 456-487.
22. Los detalles de la polémica pueden
ser consultados en las Memorias del Congreso y en la historia oficial (y no por
ello deja de ser excelente) de la RAE de Alonso Zamora Vicente (1999).
23. Sobre este particular, véase también
S. Senz, II: 171-274. (N, de las Eds.)
24. Para un tratamiento más extenso del
asunto, véase el capítulo 10 en J. del Valle y Gabriel-Stheeman 2004 o La RAE y
el español total en J. del Valle (2007).
25. Cf. <www.rae.es>.
26. El ansia por preservar la unidad
formal de la lengua, es decir, por reducir la variación dialectal para evitar
la fragmentación y proteger la unidad, está prácticamente ausente de los
discursos actuales que surgen del entorno académico. Es más, el abrazo de la
variedad ha pasado a ser uno de los ejes de la política lingüística
panhispánica. Lo que interesa ahora es proteger la unidad conceptual del
idioma, es decir, procurar que el español, al margen de su diversidad interna,
sea concebido como una sola lengua que representa y posibilita la existencia de
una comunidad cultural y, como se expone en el presente ensayo, de un mercado.
27. Cf. <
http://www.cervantes.es/lengua_y _ensenanza/presentacion_lengua_y_
ensenanza.htm> .
28. La formulación de esta categoría
teórica y su utilidad para el desarrollo de la sociología del lenguaje ha sido
posible gracias a un esfuerzo interdisciplinario por converger en torno a una
visión del lenguaje orientada hacia sus funciones no referenciales, la
conciencia lingüística de los hablantes (Kroskrity, 2000: 4-23) y su
especificidad histórica y cultural (Gal y Woolard, 2001; Joseph y Taylor, 1990;
Kroskrity, 2000; Schieffelin, Woolard y Kroskrity, 1998).
29. A la misma estrategia responde el
anuncio de apertura de la Casa de España en Washington D.C. «una
"embajada" cultural, social y económica que atienda, dinamice y
atraiga a un colectivo que supone la primera minoría del país y sirva como polo
de atracción al resto de la población estadounidense para estrechar lazos»
(Álvaro Carvajal, 13/05/2008: en línea).
30. Cf.
<http://www.maec.es/es/MenuPpallActualidad/Declaracionesydiscursos/Paginas/discursoministr0200805
12.aspx>.
31. Cf.
<http://www.maec.es/es/MenuPpal/
Actualidad/Declaracionesydiscursos/Paginas/discursoministro200S0512 .aspx>.
32. Es bien sabido que la Casa Real
española cumple una activa e importante misión diplomática en representación de
su país. En la proyección de España hacia Estados U nidos no ha sido menos y ha
desplegado todo su poder simbólico para apuntalar los fundamentos del proyecto
ideado por los gobiernos de España. En octubre del 2006, el príncipe de
Asturias viajaba a Washington D.C., con el objeto de dirigirse a la comunidad
hispana y en aquella oportunidad declaraba lo siguiente: «Deseamos estrechar
nuestros lazos con una comunidad con la que compartimos tantas cosas [ ... ]
Compartimos raíces culturales comunes, que constituyen la base de nuestra
identidad sin que importen nuestros orígenes nacionales. Hablo de una identidad
que supera las fronteras, de una comunidad transnacional con un impresionante
legado histórico, artístico, lingüístico y cultural» (cit. en El Periodico de
México, 04/10/2006: en línea).
33. La importancia que se le ha dado al
tema es visible no sólo en los CILE, sino 'también en las publicaciones del 1.
Cervantes. La sede de Chicago, por ejemplo, ha organizado ya dos simposios. A
finales del 2002 se abordó el tema «El español en los medios de comunicación de
ee.uu. ¿Cultura de emigración o cultura étnica»; cf.
<http://cvc.cervantes.es/obref/espanoLeeuu/comunicacion/default.htm>. En
el 2003 se debatió sobre los principales ámbitos que afectan a la planificación
y desarrollo de «La enseñanza bilingüe en EE.UU.»; cf.
<http://cvc.cervantes.es/obref/espanoLeeuu/bilingue>. El IC también ha
publicado en línea un índice de recursos, «El español en EE.UU.», que compendia
los artículos sobre el tema publicados en los sucesivos anuarios del Cervantes,
diversos seminarios monográficos y las ponencias de los CILE dedicadas al
español en Estados Unidos; cf. <http://cvc.cervantes.es/obref/espa
no13euu/indice.htm>. Finalmente, se ha publicado en el 2008 la Enciclopedia
del español en los Estados Unidos; cf.
<http://www.elpais.com/articulo/cultura/
Nace/Enciclopedia/espanol/EE/uu/elpepucul/20081013elpepucul_8/Tes>.
34. Cf. <
http://www.maec.es/es/MenuPpal/
Actualidad/Declaracionesydiscursos/Paginas/discursoministro20080512.aspx> .
35. La naturalización de la hispanofonía
estadounidense a través del discurso histórico implica, claro está, sacar a la
luz el pasado imperial que dio lugar a esa armónica y fraternal comunidad
hispanohablante. Parece ser, sin embargo, un riesgo que merece la pena correr:
«[California,] territorio en el que permanece la huella del esfuerzo de la
Corona española por extender su presencia americana, para lo que contó con el
concurso inestimable de militares, sacerdotes y colonizadores mejicanos,
procedentes del Virreinato de Nueva España» (Moratinos, 2008).
36. Hay que dejar claro, por supuesto,
que la ANLE, establecida en 1973 como correspondiente de la RAE, es
prácticamente invisible en la sociedad estadounidense.
37. Y quizás esta conciencia sea lo que
estimuló al secretario de la Asale, Humberto López Morales, a proponer la
celebración del congreso de la asociación correspondiente al 2011 en Nueva York
(cf. <http://www.elcas tellano.org/noticia.php?id= 549».
38. El más reciente y completo
tratamiento del español en los Estados Unidos, de su complejidad lingüística y
sociolingüística, es Lipski (2008).
39. Los estudios clásicos que establecieron
la sistematicidad de la alternancia de códigos son C. W. Pfaff (1979) y S.
Poplack (1982).
40. Uno se pregunta si la extraordinaria
popularidad alcanzada por Han Stavans entre los medios de comunicación y las
agencias de política lingüística (el Cervantes lo invitó a escribir sobre el
tema en uno de sus anuarios) se podría deber en parte a que el reduccionismo de
sus planteamientos los hace fácilmente comprensibles (familiares), y lo
carnavalesco de su escenificación, políticamente inoperantes. Su éxito, por
supuesto, podría deberse sin duda a su simpatía y carisma así como a su
inteligencia y erudición (y hago esta afirmación sin la más mínima ironía y
desde la grata experiencia de haber debatido con él públicamente en el pasado).
4l. Una de las más destacadas expresiones
de opiniones contrarias al espanglish en Estados Unidos fue hecha por el
catedrático de la Universidad Yale, Roberto González Echevarría, y proyectada
en un escenario tan privilegiado como la página de opinión del periódico The New
York TimeJ. En un artículo titulado «KaypossaIs "Spanglish" a
language!» (28/03/1998), González Echevarría expuso su posición al respecto y
su visión no difería en esencia de la expresada por los académicos españoles:
el espanglish es necesariamente resultado de un conocimiento deficiente de las
variedades estándar de ambas lenguas y constituye una amenaza para la salud
económica, cultural y lingüística de la comunidad: «La triste realidad es que
el espanglish es principalmente la lengua de los hispanos pobres, muchos casi
analfabetos en ambas lenguas. Incorporan palabras y construcciones del inglés a
su habla cotidiana porque carecen de vocabulario y formación en español para
adaptarse a la cultura cambiante que los rodea [ ... }. Lo que menos
necesitamos es que cada grupo forje su propio espanglish y se cree una babel de
lenguas híbridas. El español es nuestro vínculo más fuerte y es vital
preservarlo» (González Echevarría, 28/03/1998).
42. Desde el seno de la sociolingüística,
se ha proporcionado evidencia y se han desarrollado argumentos que niegan la
validez universal del pensamiento monoglósico. Se ha mostrado, por ejemplo, que
ciertos modelos de descripción lingüística desarrollados en comunidades
relativamente homogéneas son inapropiados para la descripción de comunidades
lingüísticamente complejas (desvirtúan, en definitiva, la realidad lingüística
de tales comunidades). Se ha observado también que las ideas preconcebidas
sobre nociones tales como lengua, comunidad de habla o conducta verbal no son compartidas
por todos los miembros de todas las comunidades. Suzanne Romaine (1994: 11) ha
mostrado que la presión para que se produzca la convergencia lingüística no
existió en Melanesia hasta la imposición de modelos sociales occidentales y que
de hecho se cultiva la diversidad como seña de identidad. También se ha
indicado (Milroy y Milroy, 1991: 15; Giles y Coupland, 1991: 105-108) que,
incluso en sociedades occidentales, existen fuerzas culturales y sociales que
impiden la convergencia y que favorecen la divergencia.